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El estudio de los signos se presenta como una ciencia omnicomprensiva, desde que se concibió la semiología o la semiótica en nuestro siglo, se ha postulado como una ciencia que incorpora toda la experiencia y todo el saber, ya que todo es signo, todo tiene esa doble faz de significante-significado (que puede también traducirse en términos de lo sensible y de lo inteligible): lo que sirve de signo suele llamarse «significante», mientras que a aquello a lo que se refiere el signo (aquello que da a conocer) se le llama «significado»[1].Umberto Eco llega a formulare en su máxima radicalidad (si bien a modo de hipótesis) una interpretación estrictamente sígnica del mundo: «¿Y si el mundo entero y las cosas no fueran más que signos imperfectos de interpretantes[2] externos, del mundo de las ideas? Toda la teoría platónica no es más que una doctrina del signo y de su referente metafísico (…). ¿Y si el mundo fuera el efecto de un designio divino que construye la naturaleza para poder hablar al hombre? (…). El universo es una teofanía: Dios que se manifiesta por signos, que son las cosas, y por medio de éstas nos encamina hacia la salvación»[3].El autor mismo discrepa de este modelo sígnico, al menos en la formulación que acabamos de dar, pues «para establecer una metafísica pansemiótica no es necesario que sobreviva el protagonista divino: basta con que predomine un sentido de la unidad del todo, del universo como cuerpo que se significa a sí mismo»[4]. Con todo, lo que resulta evidente, a partir de los estudios semióticos de Umberto Eco, es la necesidad de reflexionar filosóficamente sobre cuestiones que rebasan el ámbito lingüístico[5]. El problema del signo, del sentido y de la referencia no es meramente un problema de lenguaje, como lo ven destacados lingüistas actuales, sino que intervienen en la teoría de los signos la lógica, la gnoseología, la psicología, e incluso la metafísica.Pero aunque se destaquen cuestiones filosóficas, los lingüistas y algunos filósofos del lenguaje delimitan su campo de investigación a un lenguaje poseído no por una sujeto ontológico, por el hombre que habla, sino por un actuante sintáctico, por un concepto gramatical, el hombre que habla, conocido en la lingüística como el sujeto hablante[6]. Los estudios que se centran así en una mera sintaxis (en relación de signos entre sí) abocan necesariamente a un formalismo, en que el sentido es puramente operacional, lo que significan los signos, lo que designan, no es relevante, sólo importa cómo podemos operar con los signos. Al sentido operacional, no hay por qué añadirle un sentido eidético, es decir, el sentido que le damos a un signo cuando conocemos su correlativo semántico[7].Así como algunos semióticos permanecen en un planteamiento formalista, otros dirigen su investigación a campos que desbordan el análisis lingüístico para ver en los signos (o, en sentido más amplio, en los textos) «fuerzas sociales»[8]. Considerar el funcionamiento de los signos en la vida social lleva a algunos semióticos a «reconocer como el único tema de su discurso, capaz de ser verificado, la existencia social del universo de significación, tal como se revela por la verificabilidad física de interpretantes que son… expresiones materiales»[9]. Si la semiótica se concibe así como el estudio sistemático de «expresiones materiales», de la encarnación de procesos de significación, entonces su objeto es extensísimo, ya que abarca todos los fenómenos culturales.

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El estudio de los signos se presenta como una ciencia omnicomprensiva, desde que se concibió la semiología o la semiótica en nuestro siglo, se ha postulado como una ciencia que incorpora toda la experiencia y todo el saber, ya que todo es signo, todo tiene esa doble faz de significante-significado (que puede también traducirse en términos de lo sensible y de lo inteligible): lo que sirve de signo suele llamarse «significante», mientras que a aquello a lo que se refiere el signo (aquello que da a conocer) se le llama «significado»[1]
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