Amor sincero Carmen Gracia

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Antes de Navidad: Mi nombre es Sandra, y hacía ya años que había dejado de creer en el amor. Con un hijo de 13 años al que cuidar, un trabajo a tiempo completo que me robaba la salud y la energía, y un ex-marido que no me da más que problemas con la pensión alimenticia, la fe en la humanidad se te escapa entre los dedos. Da igual cuantas citas tengas, no quedan hombres buenos. O eso creía. Me equivocaba. Al menos, quedaba uno. Alberto. Conocí al hombre en cuestión antes de navidad, en mi grupo de amigos habitual. Un amigo de un amigo, invitado a nuestra cena de los sábados por la noche. Sí, me entró por los ojos nada más verlo. Guapo, agradable, mi tipo de hombre y parecía incluso honesto. Sincero. Comenzamos a hablar. Tenía una hija de 15 años, su casa no era nada del otro mundo y… de algún modo, quizá no lo recuerde por el vino, o quizás sea por la vergüenza, despertamos juntos en la misma cama. Ahí empezaban los “¿Qué he hecho?”, “¿Qué pensará de mí” y demás auto-flagelaciones similares. Pero no, me invitó a cenar. Así que repetimos y, sí, sexo no fue lo único me trajeron esas navidades.Cortocircuito: Ahí estaba yo, María. Una madre soltera que había estudiando informática y se dedicaba a trabajar desde casa como Freelance. Frente a mí, mi hija nadando en el “examen final” de aquel año en la escuela de natación. Con sus 9 años, la pequeña era todo lo que tenía. Entonces él, Daniel, se sentó a mi lado. Dan, como dijo que lo llamaban sus amigos, decidió hablarme. La última vez que salí con un hombres, a través de un portal de citas por internet, terminé borrando mi perfil y decidiendo que los hombres habían dejado de merecer la pena. Bueno, quizás solo lo hice porque no creía que quedasen hombres como Dan. ¿Y cómo era este? Alto, atlético, con una sonrisa arrebatadora y un aspecto de marido perfecto. Por supuesto, él también había ido a ver a su hijo, de 9 años, al examen final. Solo que él, en lugar de informático, era nadador profesional. Olímpico.Olvídame: Diez años viviendo en la fría Inglaterra, y todo para, “al fin”, volver a casa. Sí, es cierto, ahora soy profesora de filología inglesa en la universidad, tengo plaza fija, y mi currículum es difícil de superar. Y sí, me he vuelto con unos ahorros más que generosos que me han permitido comprar una casa — pequeña, pero oye, al menos sin hipoteca —. Con un trabajo cómodo y sin preocupaciones, podía disfrutar de la vida… O eso me quería decir a mi misma. La realidad es que tras diez años de relaciones con españoles, ingleses, portugueses y hasta un italiano, por algún motivo, siempre me faltaba “algo”. Quizás soy yo, que soy una de esas mujeres disfuncionales que siguen medio-encerradas con su primer amor. Un hombre al que, por supuesto, hacía diez años que no veía. No desde que cortamos, tras errores cometidos por ambas partes, y huí a Inglaterra… ¿Ya lo adivinas, verdad? Sí, estudiamos en la carrera juntos, y sí, ahora ambos tenemos el mismo puesto de trabajo, en aulas distintas, en la misma universidad. Fantástico. Genial. Maravilloso.… La ¿peor? noticia en diez años. Ahora mismo lo tengo delante, mirándome con la misma cara de tonto que debo tener yo.

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